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La comida «intelectual»

4 Feb

fancyfood

¿Qué carajo podría ser la comida «intelectual»?

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Hace un par de semanas, Alonso Ruvalcaba (@alonruvalcaba) respondió en una entrevista a la pregunta «¿qué es demasiado en una torta?». Rescato tres ideas valiosísimas en su respuesta: 1) mencionó que demasiado sería que la torta no tuviera cualquiera de sus dos componentes básicos: pan y relleno. 2) Su analogía directa, por naturalidad, fue el taco, cuya composición escudriñó anteriormente en un texto y que en términos fundamentalistas mantiene también dos componentes básicos: tortilla y relleno. 3) A menos de que no sea un taco «intelectual».

«¿¡Un «taco intelectual»!?».

Obviemos la reacción de varios contra el término «intelectual» aplicado a un «vil» taco, que al menos a mí, si bien la considero una idea viable y ciertamente existente, maquinadamente me remite a una alabanza a las capacidades de un cocinero alrededor del universal taco, más que al proceso cognitivo detrás de la construcción de él. Pero pues sí, ni pedo, sí hay tacos intelectuales y otras comidas intelectuales también:

Ese discurso tan gastado de «no hay cocina X, Y o Z, sólo la buena y la mala», lo acepto, es aburridamente asertivo. Carajo, sí, un «bien» o «mal» —Alonso agregaría «no mal», yo agregaría un «meh»— bastan para discernir un juicio válido.

Casi cualquier persona que goce de un buen funcionamiento de receptores nerviosos podrá juzgar características perceptibles sobre puntos fríos, somníferos, para describir un platillo, en mi pueblo les llamamos —calidad percibida de: sabor, apariencia, porción, olor, ingredientes, recetas, capacidad técnica, temperatura y textura. Si un cocinero no basa la calidad de su manufactura en al menos estas propiedades, está perdido. Si un comensal no basa su juicio crítico en al menos estas propiedades, está perdido. Pero vamos, hay algo más allá de una pinchísima evaluación conservadurista.

Estas características deberían ser catalogadas como meros y tediosos formalismos, con los que cualquiera, hasta un coprófago, podría distinguir algo «bien» de algo «mal». Podría bastar para cualquier tipo de comida, pero no para aquella de carácter «intelectual»: en ésta debería ser un mínimo indispensable, algo en lo que aquel cocinero no puede fallar. La comida «intelectual» es algo más profunda y enredada: es un tanto intangible, escasamente descriptible, subjetiva, quizá. En orden jerárquico, observo cinco factores que distinguen a la comida «intelectual»:

  • Presentación
  • Familiaridad
  • Sorpresa
  • Complejidad
  • Novedad

Lo dijo mi padre mil veces: ¡deja de comer con los ojos, cabrón! Y pues sí, comemos con los ojos. El olfato y el gusto parecen ser los sentidos protagónicos cuando de comida se trata, sin embargo, la vista predispone y es siempre el primer contacto. El montaje de un plato transmite información y genera interpretación a partir de su valoración estética o netamente funcional, ergo: un plato lindo y que comunica esmero, «debería» ser sabroso.

El inaplazable prejuicio no termina con ver  el celado acomodo de los pedacitos de carne, la inmutable figurita que se hace con la salsa, la monísima forma de cortar los vegetales de guarnición ni el bello jugueteo cromático de sus componentes, sino que en el factor presentación, influye también: a) el vehículo: lo «raro», «bello», «curioso» o simplemente «adecuado» que es el plato o recipiente en el que se sirve la comida; b) la teatralidad: por ejemplo, las sopas servidas en mesa desde una tetera, el vapor sublimado de un postre nitrogenado, el trinchado elegantísimo de un pollito rostizado en la mesa, el triste flameado de crêpes Suzette/cherries jubilee/bananas Foster/pêches Louis, los malabarismos de un pastorero al preparar un taco, el cocinero que frente a los ojos del comensal cosecha vegetales del huerto propio para cocinarles inmediatamente, la pericia del mesero para preparar una ensalada César usando una cuchara y un tenedor como mano o el ritual para cortar un lechón segoviano con un plato de barro; c) el foro: una atmósfera adecuada y coherente con el platillo, donde influyen estímulos ambientales en el objeto que va a ser ingerido: escenografía, musicalización, ruido, odorificación, iluminación y «happenings» de la secuencia de servicio; d) la descripción: desde cómo es nombrado el platillo en cuestión, pasando por su descripción en carta —nula/esencialista/objetiva/vaga/pretenciosa/excesiva— y llegando al modo en que cada mesero lo recomienda. Ésta es la gran presentación, donde lo más importante no es lo sofisticado o extravagante, sino la coherencia con la propuesta de valor del platillo.

Con tortilla de otra cosa que no sea maíz nixtamalizado, con tortilla dibujada o sin tortilla, el taco «intelectual» debe sostener siempre una «taquitud«, donde sea, acaso sólo en la memoria gustativa, percibe Alonso. La comida «intelectual» debería incluir familiaridad, algo que nos permita distinguir el trabajo constructivo detrás de su creación, una base presente en el imaginario social, si no se convertiría sólo en un platillo «creativo» más del montón, de esos con los que los estudiantes de cocina se hacen chaquetas mentales —y no mentales.

La familiaridad no es sólo un enajenado arraigo de las antiguas tradiciones culinarias, una melancólica «deconstrucción» o la obstinación por inventar el hilo negro, sino un democrático punto de partida: «our cooking values tradition, builds on it, and along with tradition is part of the ongoing evolution of our craft» (Statement on the «New Cookery”); «to combine the best in Nordic cookery and culinary traditions with impulses from abroad» (Manifesto for the New Nordic Kitchen). En estos casos, el riesgo y la responsabilidad son ineludibles: todos tienen a la mejor abuelita/mamá/tía cocinera del mundo y todas las mejores taquerías/fondas/antojerías del mundo están en la esquina de las casas de todos. Un parámetro sensato para evaluar la familiaridad exitosa de un platillo, pienso, es el siguiente: si no es al menos igual de bueno que «el mejor» de los «originales», límpiate el culo con él y tíralo a la basura.

«Conmover, suspender o maravillar con algo imprevisto, raro o incomprensible» (RAE). «Un breve estado emocional, resultado de un evento inesperado» (Wikipedia). Eso, sin clavarnos en purismos, es sorpresa. Donde el cocinero, valiéndose de distintos modelos de construcción gastronómica, por imitación a otras creaciones o por llano empirismo, utiliza ingredientes o técnicas de carácter «secreto», cuasi ocultistas a veces, otorgando plusvalía al plato en cualquiera de sus características organolépticas básicas. Lo cabrón es lograr que la sorpresa termine en regodeo comunal y no en desdicha unánime.

La complejidad por sí misma, al menos en comida, encuentro difícil de encasillar. Complejo puede ser sencillo: «less is more» (Gordon Ramsay). Puede ser ambicioso: «express the purity, freshness, simplicity and ethics we wish to associate with our region» (René Redzepi). Puede ser «artístico»: «making the complex and subtle look simple is an art» (Bo Bech). Puede ser abundante: «more is not enough» (Michel Bras). Complejo puede ser complejo: «take good, honest Spanish food and raise it to new heights of flavour and texture, and transform eating it into a multisensory experience» (Elena Arzak). Así que, vamos, lo complejo es, simplemente, complejo. A la chingada.

Comencemos entendiendo que la complejidad de un plato tiene un punto óptimo de agrado. O sea, no por más complejo que pueda ser, será forzosamente más agradable: en una gráfica regida por (x) complejidad y (y) agrado, este efecto se mostraría como una «U» invertida. Así lo explica el chingonérrimo Daniel E. Berlyne a través de un estudio psicofísico que relaciona la novedad con la complejidad y el valor hedónico. La complejidad provoca, en un cierto punto, ansiedad, logrando que el agrado se convierta en desagrado poco a poco.

Resulta inservible cuando la complejidad pretendida dista de la complejidad percibida. Por ejemplo, a un comensal le puede importar reverenda madre que la filosofía de Elena Arzak sea tal mamarrachada, si finalmente, en el momento de engullir su comida no pudiera percibir la esencia de su complejidad. Sucedería igual con el dizque minimalismo de Ramsay. Lo más importante de la complejidad es que sea prudente y que sea perceptible.

«Que nadie lo haya hecho antes». Eso es, hipotéticamente, novedad. Así es un taco sin tortilla. Así es una torta sin pan o sin relleno. Así fue Adrià. Así fue Bocuse. Así fue Escoffier. Así fue Vatel. Si bien radica en la invención de cosas, también lo hace en romper la estructura de algún «algo» sin destruir su esencia, alguna interpretación, quizá. Los ingredientes «raros», «fuera de lugar», «combinados extrañamente», entran aquí, también los ya en desuso «cambios de textura» de algún alimento o «los contrastes de temperatura».

Lo raído de la novedad, al menos en el campo de los alimentos, es que no se remite a un registro universal de invenciones y patentes: lo conclusivo es que sea novedoso para la conciencia colectiva, si no es que para cada individuo específico. ¿Cuántos refritos del refrito del refrito hechos por «grandes chefs» —puta, me roen las ganas de exponerlos– hemos visto y sigue siendo impactante para algunos, incluso todos? No deja de fastidiarme, por ejemplo, la manera en que la gente sigue sorprendiéndose con el coulant au chocolat —tropicalizado como «fondante» o «volcán» o «pastel tibio»— que vende Domino’s Pizza hoy —y peor aún, otros enecientos restaurantes más, incluyendo «los de propuesta»—, cuando TODOS SABEMOS que fue inventado en un invierno de 1981 en Laguiole, Aveyron, Francia, por un Michel Bras de 35 años. El «problema» no es que este goloso pastelito se tome como punto de partida para crear un plato «intelectual», sino que se ostente como «novedad».

Así, el gran caos de la «intelectualidad» de la comida viene cuando el cocinero se aferra a la novedad o la complejidad —por querer figurar o ser aquel admirado individuo «creativo»— antes que a la familiaridad que posea su plato. La comida «intelectual» jamás reemplazará —espero, ruego que no— a la comida «normal». Eso sí, sería interesante que hubiera más. Mejor pensada, aterrizada y hecha.

Concluyo, quizá de forma arbitraria, que hay una receta para lograr una «intelectualidad» exitosa, donde cada uno de estos cinco componentes figura en mayor o menor medida, logrando un balance preciso. Mi apuesta, de inicio, sería por intentar este orden jerárquico.

(O también puede agregar su chistorete acá: ____________________.)