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La comida «intelectual»

4 Feb

fancyfood

¿Qué carajo podría ser la comida «intelectual»?

(Agregue su chistorete aquí: ____________________.)

Hace un par de semanas, Alonso Ruvalcaba (@alonruvalcaba) respondió en una entrevista a la pregunta «¿qué es demasiado en una torta?». Rescato tres ideas valiosísimas en su respuesta: 1) mencionó que demasiado sería que la torta no tuviera cualquiera de sus dos componentes básicos: pan y relleno. 2) Su analogía directa, por naturalidad, fue el taco, cuya composición escudriñó anteriormente en un texto y que en términos fundamentalistas mantiene también dos componentes básicos: tortilla y relleno. 3) A menos de que no sea un taco «intelectual».

«¿¡Un «taco intelectual»!?».

Obviemos la reacción de varios contra el término «intelectual» aplicado a un «vil» taco, que al menos a mí, si bien la considero una idea viable y ciertamente existente, maquinadamente me remite a una alabanza a las capacidades de un cocinero alrededor del universal taco, más que al proceso cognitivo detrás de la construcción de él. Pero pues sí, ni pedo, sí hay tacos intelectuales y otras comidas intelectuales también:

Ese discurso tan gastado de «no hay cocina X, Y o Z, sólo la buena y la mala», lo acepto, es aburridamente asertivo. Carajo, sí, un «bien» o «mal» —Alonso agregaría «no mal», yo agregaría un «meh»— bastan para discernir un juicio válido.

Casi cualquier persona que goce de un buen funcionamiento de receptores nerviosos podrá juzgar características perceptibles sobre puntos fríos, somníferos, para describir un platillo, en mi pueblo les llamamos —calidad percibida de: sabor, apariencia, porción, olor, ingredientes, recetas, capacidad técnica, temperatura y textura. Si un cocinero no basa la calidad de su manufactura en al menos estas propiedades, está perdido. Si un comensal no basa su juicio crítico en al menos estas propiedades, está perdido. Pero vamos, hay algo más allá de una pinchísima evaluación conservadurista.

Estas características deberían ser catalogadas como meros y tediosos formalismos, con los que cualquiera, hasta un coprófago, podría distinguir algo «bien» de algo «mal». Podría bastar para cualquier tipo de comida, pero no para aquella de carácter «intelectual»: en ésta debería ser un mínimo indispensable, algo en lo que aquel cocinero no puede fallar. La comida «intelectual» es algo más profunda y enredada: es un tanto intangible, escasamente descriptible, subjetiva, quizá. En orden jerárquico, observo cinco factores que distinguen a la comida «intelectual»:

  • Presentación
  • Familiaridad
  • Sorpresa
  • Complejidad
  • Novedad

Lo dijo mi padre mil veces: ¡deja de comer con los ojos, cabrón! Y pues sí, comemos con los ojos. El olfato y el gusto parecen ser los sentidos protagónicos cuando de comida se trata, sin embargo, la vista predispone y es siempre el primer contacto. El montaje de un plato transmite información y genera interpretación a partir de su valoración estética o netamente funcional, ergo: un plato lindo y que comunica esmero, «debería» ser sabroso.

El inaplazable prejuicio no termina con ver  el celado acomodo de los pedacitos de carne, la inmutable figurita que se hace con la salsa, la monísima forma de cortar los vegetales de guarnición ni el bello jugueteo cromático de sus componentes, sino que en el factor presentación, influye también: a) el vehículo: lo «raro», «bello», «curioso» o simplemente «adecuado» que es el plato o recipiente en el que se sirve la comida; b) la teatralidad: por ejemplo, las sopas servidas en mesa desde una tetera, el vapor sublimado de un postre nitrogenado, el trinchado elegantísimo de un pollito rostizado en la mesa, el triste flameado de crêpes Suzette/cherries jubilee/bananas Foster/pêches Louis, los malabarismos de un pastorero al preparar un taco, el cocinero que frente a los ojos del comensal cosecha vegetales del huerto propio para cocinarles inmediatamente, la pericia del mesero para preparar una ensalada César usando una cuchara y un tenedor como mano o el ritual para cortar un lechón segoviano con un plato de barro; c) el foro: una atmósfera adecuada y coherente con el platillo, donde influyen estímulos ambientales en el objeto que va a ser ingerido: escenografía, musicalización, ruido, odorificación, iluminación y «happenings» de la secuencia de servicio; d) la descripción: desde cómo es nombrado el platillo en cuestión, pasando por su descripción en carta —nula/esencialista/objetiva/vaga/pretenciosa/excesiva— y llegando al modo en que cada mesero lo recomienda. Ésta es la gran presentación, donde lo más importante no es lo sofisticado o extravagante, sino la coherencia con la propuesta de valor del platillo.

Con tortilla de otra cosa que no sea maíz nixtamalizado, con tortilla dibujada o sin tortilla, el taco «intelectual» debe sostener siempre una «taquitud«, donde sea, acaso sólo en la memoria gustativa, percibe Alonso. La comida «intelectual» debería incluir familiaridad, algo que nos permita distinguir el trabajo constructivo detrás de su creación, una base presente en el imaginario social, si no se convertiría sólo en un platillo «creativo» más del montón, de esos con los que los estudiantes de cocina se hacen chaquetas mentales —y no mentales.

La familiaridad no es sólo un enajenado arraigo de las antiguas tradiciones culinarias, una melancólica «deconstrucción» o la obstinación por inventar el hilo negro, sino un democrático punto de partida: «our cooking values tradition, builds on it, and along with tradition is part of the ongoing evolution of our craft» (Statement on the «New Cookery”); «to combine the best in Nordic cookery and culinary traditions with impulses from abroad» (Manifesto for the New Nordic Kitchen). En estos casos, el riesgo y la responsabilidad son ineludibles: todos tienen a la mejor abuelita/mamá/tía cocinera del mundo y todas las mejores taquerías/fondas/antojerías del mundo están en la esquina de las casas de todos. Un parámetro sensato para evaluar la familiaridad exitosa de un platillo, pienso, es el siguiente: si no es al menos igual de bueno que «el mejor» de los «originales», límpiate el culo con él y tíralo a la basura.

«Conmover, suspender o maravillar con algo imprevisto, raro o incomprensible» (RAE). «Un breve estado emocional, resultado de un evento inesperado» (Wikipedia). Eso, sin clavarnos en purismos, es sorpresa. Donde el cocinero, valiéndose de distintos modelos de construcción gastronómica, por imitación a otras creaciones o por llano empirismo, utiliza ingredientes o técnicas de carácter «secreto», cuasi ocultistas a veces, otorgando plusvalía al plato en cualquiera de sus características organolépticas básicas. Lo cabrón es lograr que la sorpresa termine en regodeo comunal y no en desdicha unánime.

La complejidad por sí misma, al menos en comida, encuentro difícil de encasillar. Complejo puede ser sencillo: «less is more» (Gordon Ramsay). Puede ser ambicioso: «express the purity, freshness, simplicity and ethics we wish to associate with our region» (René Redzepi). Puede ser «artístico»: «making the complex and subtle look simple is an art» (Bo Bech). Puede ser abundante: «more is not enough» (Michel Bras). Complejo puede ser complejo: «take good, honest Spanish food and raise it to new heights of flavour and texture, and transform eating it into a multisensory experience» (Elena Arzak). Así que, vamos, lo complejo es, simplemente, complejo. A la chingada.

Comencemos entendiendo que la complejidad de un plato tiene un punto óptimo de agrado. O sea, no por más complejo que pueda ser, será forzosamente más agradable: en una gráfica regida por (x) complejidad y (y) agrado, este efecto se mostraría como una «U» invertida. Así lo explica el chingonérrimo Daniel E. Berlyne a través de un estudio psicofísico que relaciona la novedad con la complejidad y el valor hedónico. La complejidad provoca, en un cierto punto, ansiedad, logrando que el agrado se convierta en desagrado poco a poco.

Resulta inservible cuando la complejidad pretendida dista de la complejidad percibida. Por ejemplo, a un comensal le puede importar reverenda madre que la filosofía de Elena Arzak sea tal mamarrachada, si finalmente, en el momento de engullir su comida no pudiera percibir la esencia de su complejidad. Sucedería igual con el dizque minimalismo de Ramsay. Lo más importante de la complejidad es que sea prudente y que sea perceptible.

«Que nadie lo haya hecho antes». Eso es, hipotéticamente, novedad. Así es un taco sin tortilla. Así es una torta sin pan o sin relleno. Así fue Adrià. Así fue Bocuse. Así fue Escoffier. Así fue Vatel. Si bien radica en la invención de cosas, también lo hace en romper la estructura de algún «algo» sin destruir su esencia, alguna interpretación, quizá. Los ingredientes «raros», «fuera de lugar», «combinados extrañamente», entran aquí, también los ya en desuso «cambios de textura» de algún alimento o «los contrastes de temperatura».

Lo raído de la novedad, al menos en el campo de los alimentos, es que no se remite a un registro universal de invenciones y patentes: lo conclusivo es que sea novedoso para la conciencia colectiva, si no es que para cada individuo específico. ¿Cuántos refritos del refrito del refrito hechos por «grandes chefs» —puta, me roen las ganas de exponerlos– hemos visto y sigue siendo impactante para algunos, incluso todos? No deja de fastidiarme, por ejemplo, la manera en que la gente sigue sorprendiéndose con el coulant au chocolat —tropicalizado como «fondante» o «volcán» o «pastel tibio»— que vende Domino’s Pizza hoy —y peor aún, otros enecientos restaurantes más, incluyendo «los de propuesta»—, cuando TODOS SABEMOS que fue inventado en un invierno de 1981 en Laguiole, Aveyron, Francia, por un Michel Bras de 35 años. El «problema» no es que este goloso pastelito se tome como punto de partida para crear un plato «intelectual», sino que se ostente como «novedad».

Así, el gran caos de la «intelectualidad» de la comida viene cuando el cocinero se aferra a la novedad o la complejidad —por querer figurar o ser aquel admirado individuo «creativo»— antes que a la familiaridad que posea su plato. La comida «intelectual» jamás reemplazará —espero, ruego que no— a la comida «normal». Eso sí, sería interesante que hubiera más. Mejor pensada, aterrizada y hecha.

Concluyo, quizá de forma arbitraria, que hay una receta para lograr una «intelectualidad» exitosa, donde cada uno de estos cinco componentes figura en mayor o menor medida, logrando un balance preciso. Mi apuesta, de inicio, sería por intentar este orden jerárquico.

(O también puede agregar su chistorete acá: ____________________.)

Tornamesa: comida y bebida en la música

1 Mar

¿Qué tienen en común el jazz, hip hop, hard rock, punk, progressive y calypso? Yo diría que más allá de organizar de manera lógica los sonidos y silencios, nada (puristas: absténganse). Nada que al menos no pueda aferrarse tanto a la médula espinal como los temas de amor/desamor que inundan todos los géneros musicales y que, en mi caso, sólo encuentro tal conmoción en otro tópico: el pipirín y la beberecua.

Música + Comida y/o Bebida. Qué bella fórmula. Ambos temas realmente me apasionan y por ello dediqué mis ratos libres del año pasado a compilar canciones relacionadas –existentes en mi playlist habitual–, que a manera de tweets fui publicando bajo el hashtag #cancionesculinarias. No voy a escudriñar en el tema tan cargado de emotividad de que si son o no obras de arte culinario o no, ni si quiera si el mentado arte culinario es en verdad un arte; eso es para las grandes ligas. Simplemente comparto una sobria lista de canciones, que a mi juicio, escueta o profundamente, se inspiraron en algo comestible o bebible. Si quieren escuchar una obra inspirada de cabo a rabo en la comida, sugiero que compren el álbum Plat du Jour (2005) de Matthew Herbert, un genio que tras dos años de investigación y seis meses de grabación, dio vida a trece piezas de minimal-experimental con una gran justificación y producción detrás de cada composición. ¡Bravo!

La comida y la bebida son objetos tan arraigados emocionalmente a nuestra vida como el amor y el desamor, su función fisiológica casi siempre queda tras bambalinas. Los usamos como vehículos para descargar y manifestar emociones: comemos porque estamos contentos y comemos porque estamos tristes, también cuando estamos estresados, cuando festejamos y cuando estrechamos relaciones. Por ello no es de dudar que son una gran fuente de inspiración artística, principalmente en el democrático mundo de las polifonías.

No pretendo competir contra las muy elaboradas propuestas de maridar ciertos alimentos con canciones específicas, tampoco persigo enlistar la música para cocinar o las canciones para antojar, mucho menos desmenuzar el «sublime» pensamiento en el que cada artista se inspiró. Reitero, es sólo una lista de canciones que mencionan comida y bebida. Son 93 y las «ultrafavoritas» van en negrita.

Advertencia: Si andaban buscando Sopa de Caracol de Banda Blanca y El Colesterol de Fito Olivares, se equivocaron de lista. Aquí sí, disculpen la ofuscación, mis gustos musicales se anteponen.

Comer con los ojos

17 Feb

risoorozafferano

El gusto y el olfato parecen ser los sentidos protagónicos cuando de comida se trata. Sin embargo, la vista lleva el mejor papel y los colores predisponen a la experiencia culinaria más que el sabor.

Forma, textura, iluminación y color son los cuatro pilares en los que descansa el lenguaje visual, un complejo sistema comunicativo que utiliza a las imágenes como medio de expresión y que transmite mensajes que influyen, según su uso y entorno, en tres procesos analíticos del ser humano: información, interpretación y estética (o en otras palabras: didáctica, mercadotecnia y arte), tres enfoques muy presentes en la cocina. La comida como un objeto vinculado a la memoria, a las emociones y a los gustos, es por sí misma sumamente sensorial y comunica, a través del olfato y el gusto principalmente, pero primero por la vista. El color es el elemento visual más democrático en la comida: cualquier comelón, sea amateur o connaisseur, puede decidirse a comer algo o no por mero diagnóstico colorimétrico. Así de simple.

En cualquier otra industria, así sea automotriz, gráfica o textil, se utiliza al color tan sólo como una variable del producto y que tiene que ver más con gustos personales y modas, que se puede estandarizar fácilmente con sistemas convencionales de medición, con colorímetros y densitómetros. Cuando hablamos del color en alimentos, su análisis se vuelve mucho más profundo y diverso, donde forzosamente debemos evaluar también la traslucidez y el brillo del color; hablamos entonces de entender el “comportamiento” del color, como sucede al catar un vino y apreciar sus matices, intensidad, limpidez, ribetes y reflejos. El color es indivisible de la teatralidad gastronómica.

Colores emocionantes

La expresión de los colores, desde el punto de vista psicológico, tiene que ver con el comportamiento humano. Es un campo de análisis que no sólo transgrede en señalética, arquitectura, diseño industrial, moda y arte publicitario, sino que extiende sus dominios a la cocina y correlaciona el color verde con naturaleza, el blanco con pureza, el rojo con la excitación y el morado con misticismo. Ejemplo claro es la cocina de Jordi Roca, chef repostero de El Celler de Can Roca, que dentro de un amplio abanico de técnicas aplica cromatismos que han marcado tendencia. “Parto de laidea de que todo color evoca un estado de ánimo y que los elementos que forman parte el plato se asocian en la evocación de este estado”, explica Roca, quien logra platillos que respetan un mismo matiz rojo o verde. Pero también lo logra con blanco, una idea muy difícil de plasmar, que prende vuelo a partir de la destilación al vacío de ingredientes que en su estado natural no son blancos, como el anís, cacao o café e incluso productos inorgánicos, como arena de playa o tierra del bosque.

Arte para el paladar

Como si se tratara de expresionismo abstracto, Gualtiero Marchesi, chef italiano del restaurante homónimo, tiene su propia filosofía del lenguaje visual gastronómico. La cocina marchesiana está marcada por una notable pasión por el arte, es una escenografía que goza del arte y que incita a paladearlo. Marchesi pinta sobre la vajilla como si se tratara de obras de Rothko, Pollock, Gottlieb o Kandinsky, creando míticos platos como el dripping di pesce (salpicadura de pescado), una composición errática de calamar y almejas, vestida del blanco perlado de mayonesa, del verde radiante de clorofila, de la sobriedad negra de la tinta de calamar y del rojo apasionante de la salsa de jitomate. O el legendario riso, oro e zafferano (arroz, oro y azafrán): un círculo perfecto de cremoso risotto al azafrán que descansa sobre un plato negro, sobre el cual yace un pulcro cuadrado de hoja de oro. Sibaritismo elemental. Michel Bras, por su parte, atacó el enamoramiento visual culinario con una especie de paisajismo –fuente de inspiración para Ferran Adrià– y creó la bellísima gargouillou de jeunes légumes (menestra de verduras jóvenes), un platillo con más de treinta ingredientes, entre flores, hierbas, hortalizas, verduras y frutas, aliñados uno a uno y que se acomodan para crear una armonía que expresa conexión, respeto y pasión por la naturaleza.

Matices muy vivos

La psicología del color en los alimentos no sólo termina relacionando los colores con la conducta humana, sino que por tratarse de productos que alguna vez tuvieron vida y que han sido transformados por las nobles manos de un cocinero, el color intercede también como un factor que habla por sí mismo de frescura, madurez y punto de cocción. Supongamos que una simple ensalada caprese tiene rodajas de jitomate anaranjadas, rebanadas de queso mozzarella de un marrón marmoleado con blanco y hojas de albahaca de color verde parduzco. Al ojo del comensal todo esto se traduce en: primero, el jitomate es inmaduro aún y por tanto insípido; segundo, el queso fue asado, otorgándole resabios torrefactos que le restan frescura; tercero, que finalmente la albahaca está marchita, perdió aroma y adquirió notas amargas. A muchos no se les antojaría comer este platillo así, mucho menos pagarían por él. Nuestra memoria visual rechaza platillos sin tener que olerlos.

El color es un modelo que ayuda a diferenciar lo artificial de lo natural. El color azul no existe por sí mismo en la naturaleza comúnmente comestible y, curiosamente, es el color menos apetecible, que llega incluso a ser repugnante. Imaginemos un arroz al vapor con tinturas de azul celeste, un huevo revuelto color azul turquesa o una tortilla en azul rey (el maíz “azul” es más bien negro purpúreo y nixtamalizado es verdiazul). ¿Se antoja? Yo creo que no, el azul es tan repulsivo que algunos dietistas recomiendan comer en platos con esmalte azul cobalto, así perdemos el apetito rápidamente.

Antiguos artificios

Los colorantes, en caso contrario, se usan para otorgarle naturalidad y familiaridad a lo artificial, su uso más antiguo ha sido registrado en el 3,700 a.C. con los egipcios, quienes con pigmentos naturales daban color a caramelos. Para muchos, el uso de pigmentos artificiales es equivalente a engaño y, afortunadamente, hay legislaciones en su uso, pues a través de la historia se ha intoxicado y matado gente pintarrajeando alimentos con sales de cobre, plomo rojo y fucsina.

En el campo de los alimentos industrializados el color es un factor realmente decisivo, tanto que influye directamente en el éxito o fracaso de un producto. No sólo se trata del empaque ni del color de la tipografía o el logotipo de la marca, sino que desde dicha perspectiva el color es sinónimo de “calidad”, de intensidad de sabor o simplemente de característica congénita, muchas veces convertida en cliché. Sucede por ejemplo con los fracasos comerciales de refrescos de cola completamente transparentes, de sorbetes de limón blancos en vez de verdes, de chocolates con menta sin el verdiazul pastel, de margarinas en blanco en vez de amarillo paja, de gelatinas “invisibles” o de los snacks de harina de maíz con sabor a queso que ya no pintaban los dedos de anaranjado. “Es más difícil vender un producto de mal color que un producto de mal sabor, porque la calidad en boca a veces se puede percibir sólo hasta que uno llega a casa”, manifiesta John B. Hutchings, el gurú del cromatismo y la apariencia de los alimentos.

El color atrapa al ojo, dirige la atención e induce expectativa. En muchos casos depende de las preferencias personales, su relación con otros colores y otras formas dentro del campo visual como contraste, extensión, iluminación recibida y armonía con el ambiente, incluso con el estado de ánimo y de salud. Como una capacidad sensorial para percibir nuestro entorno, el color se antepone. También funciona como un sistema de comprensión y desenvolvimiento en el mundo, como un mecanismo arraigado emocionalmente a un debate interno entre la antipatía y la simpatía, entre el desdén y el afecto, entre lo repulsivo y lo apetecible. El amor entra por los ojos… y el antojo también.

(Publicado originalmente en Pimienta, febrero 2012.)

El que se ahogó con las tortas

6 Ene

jj-ahogadas

(Malpensados, absténganse.)

Es diciembre, mi tour de la torta de bacalao a la vizcaína se ve truncado por un muy afortunado viaje a Guadalajara, cambiando así la meta hacia un pan más duro, una salsa más picosa y un relleno más afortunado: cerdo. Sí, se llaman tortas ahogadas.

Comencemos por entender a la torta ahogada, que si por mí fuera no la rebajaría a la categoría de torta, pues es, por sí misma, mucho más. Una torta ahogada tradicional está hecha con birote, un pan más compacto y de corteza más dura que la de un bolillo o una telera, con un punto de sal más pronunciado y una agradable nota ácida derivada de una fermentación más larga. Después, una embarradita de frijoles. El siguiente punto trascendente es la salsa en la que literalmente se ahoga la torta, que en realidad son dos, una muy picante de vinagre y chile de árbol y, la segunda, un caldillo de jitomate que varía entre los más límpidos y los más espesos. Otro toque especial se lo otorga la cebolla desflemada, una brillante herramienta para limpiar la grasa del paladar.

El resultado es a la vista muy agresivo y muy poco apetecible, pero, como pasa con nosotros los feos, “lo que importa es lo de adentro”. Ahí viene el relleno. El tradicional es de carnitas en una versión muy alejada de la michoacana, estas son carnitas más bien secas y de una tonalidad anaranjada, como si se tratara de una fritura profunda en dos tiempos en vez de un confitado largo, tenue y cariñoso. No importa, las carnitas jalicienses tienen “lo suyito”. Justamente es en el relleno donde cada cocinero se aferra a su libertad, logrando algunas muy exitosas tortas ahogadas, dignas de ser servidas al mismísimo Epicuro de Samos.

En fin, mi bienaventurada comilona se conformó de trece tortas ahogadas preparadas por diferentes manufactureros, todas recomendadas fervorosamente por locatarios y gastrotuiteros. Les debo la foto de cada una, pues como bien saben, al comer torta ahogada las dos manos se ocupan, la izquierda con el limón y la derecha con la cuchara. Aquí mis campeonas:

1. Tortas Ahogadas Enrique el Viejo (Camarena 90, casi esquina con Av. Juárez). El campeón de campeones. El genio (más que viejo) Enrique recomienda su especialidad: una torta ahogada con lengua, hígado y riñones de cerdo hechos en carnitas’ style, con col desflemada en vez de cebolla y, el plus de los pluses, una generosa espolvoreada de “chicharrón seco”; algo así como la carnita del chicharrón que conocemos los defeños, pulverizada a grosso modo y al parecer vuelta a freír, logrando una especie de unto de magnánimo sabor y “crujencia”. Y si todavía quieren la segunda, pidan la otra sólo rellena de chicharrón seco, o mejor aún, pídanla mitad/mitad. Mis respetos, don Enrique.

2. Lonches Karlos (Santa Teresa de Jesús 810, esquina con Av. Guadalupe). Ahí les va: un lonche es una torta como la conocemos en el Distrito Federal, pero un lonche bañado, por más absurdo que parezca, es muy distinto a una torta ahogada. Principalmente por el tipo de pan (bolillo vs. birote), pero también por los acompañamientos (dos salsas, cebolla desflemada y limón). Así es, los lonches bañados no gozan la misma parafernalia. Aquí deben probar el lonche bañado relleno de queso panela, una variante más ligera pero muy gratificante, con el quesito asado a la plancha y un caldillo que más bien parece una tersa y espesa crema de jitomate.

3. Tortas Ahogadas Toño (Tierra de Fuego 3160-2). Es 1991 y Antonio Santiago Barba se establece con apenas dos empleados en un changarrito callejero, hoy, con más de cinco sucursales formales en Guadalajara, una marca bien establecida y un chingo de trabajo, Toño es un punto de comparación en el mundo de “las ahogadas”. Si bien las tortas de Toño se apegan a la receta tradicional con una buena calidad, la suyas tienen dos éxitos bien merecidos: (1) los maravillosos frijoles y (2) el autoservicio de salsas y acompañamientos.

4. Marisquería El Negro (Av. Patria 475). Leyeron bien: marisquería. Aquí la torta ahogada es la oveja negra de la familia, convive con cocteles de camarón, aguachiles, tostadas de marlin y pulpo zarandeado. No se me espanten, por supuesto que es una versión muy distinta y, claro, su relleno es camarón (ojo, cocido al vapor). Además de ser una afortunada combinación, el éxito de esta ahogada es también el caldillo (bien espesito) y el aderezo que la acompaña (una especie de ponzu con trocitos de habanero, cebolla y una tenue fermentación; y no, no estaba podrida).

5. Tortas Ahogadas Colomos (José María Vigil 1874-B). Sencillo, simplemente entra a mi selección por ser lo mínimo indispensable, claro, para alguien que aprecia lo bueno. Dentro de un galerón repleto de tapatíos hambrientos, aquí está preparada sólo con pierna, pero eso sí, en temperatura correcta, con porciones correctas, de textura correcta y, por supuesto, de sabor correcto. En fin, una torta ahogada correcta.

Tips pa’l aventurado:

  • Pídelas con media orden de salsa picante, la orden completa es prácticamente incomible, al menos para mí.
  • Procura comerlas desde la mañana y hasta la hora del brunch. De hecho, muchos cierran a eso de las 14:00. Las tortas ahogadas son desayuno por excelencia, vamos, es la guajolota del tapatío.
  • Lleva tu propia cuchara, es casi imposible (para los inútiles como yo) comerlas con las cucharas plásticas que suelen proporcionar.
  • Exige que el caldillo y las carnitas estén siempre bien calientes.
  • Pide que la cebolla te la sirvan a un lado y no encima, así tú vas chiquiteando la dosis.
  • Usa sólo una o dos gotas de limón por cada bocado, la receta es suficientemente ácida.

(Publicado originalmente en DondeComere.net.)